sábado, 27 de diciembre de 2014

Otra aportación propia.

Hoy en día, por culpa de una mentalidad cerrada, alimentada de aires de superioridad, presentismo victimista y profunda intolerancia, la mayor parte de mi entorno ha renegado del amor a la Patria. A mí me da la sensación de que las modas tienen mucho que ver en asumir como propios algunos planteamientos falaces, simplistas y arquetípicos, sobre todo relacionados con el mundo de la historia o la política, materias tan indiscutiblemente ligadas entre sí. Por eso me da pena que una gran parte de personas, en un mundo que ya se ha imbuido completamente de relativismo filosófico-religioso, se haya sumergido totalmente en el universo del relativismo más extremo. Y eso es una pena, porque entonces la ausencia de verdad sólo es capaz de acercarnos a la incertidumbre más oscura. Qué pena, qué pena.

Las naciones son la esencia misma del ser humano, la identificación de un conjunto de individuos que han compartido durante cierto periodo de tiempo, largo o corto, un territorio común que les obligado a comunicarse, una lengua que ha servido como principal herramienta de su comunicación y unos valores culturales que han ido forjando a lo largo de la historia una unidad de costumbres, tradiciones, de formas de ser en definitiva. Las naciones son como individuos, nacen, forjan su personalidad, su carácter diferenciado, viven momentos de felicidad plena, de grandeza, así como de penurias, de desastres... juegan en la vida, como las personas, a acertar y a errar. La explicación de la verdad sobre la esencia de una nación no debe justificarse meramente en la historia, pero sí debemos tener el cuenta el valor el transcurrir de la vida a la hora de ser la historia la principal espectadora del surgimiento de valores espirituales concretos, únicos y particulares, fomentando el marco temporal para que dichos valores se desarrollen. Unos valores espirituales que, unidos al surgimiento natural de las naciones, nos permiten entender, como ya hemos hecho, mediante el uso de la razón pura -en la que se entremezclan la lógica y la observación empírica- la idea de nación. Pero precisamente no podemos entender verdaderamente la idea de nación sin atender al valor del alma, del interior, del espíritu; el valor más importante que se encuentra dentro del interior del ser humano, en suma. Ha sido el espíritu, el mundo inmaterial y eterno que cualquier individuo posee en lo más profundo de su ser, el verdadero forjador de identidades nacionales. Sólo así, gracias a la conjunción perfecta entre razón y espíritu, se entiende la idea de nación.

Es así España, atendiendo a planteamientos exclusivamente racionales, como lo son la cercanía geográfica e idiomática, y a planteamientos espirituales, que han forjado nuestra forma de ser, cultura y tradiciones, una nación en el amplio sentido de la palabra. Gracias a esos valores espirituales, España ha sabido alzarse sobre las diferencias políticas, regionales y sociales. Su identidad como nación trasciende de las meras luchas cainitas -o eso parecía hasta que los españoles de hoy en día han renegado de su verdadera identidad- erigiéndose en el contexto internacional como una entidad con fuerte personalidad, grande para saber jugar las cartas frente a otras naciones centenarias y de gran importancia en el mundo (algo para lo que no estarían preparadas ninguna de sus regiones o municipios en solitario) y lo suficientemente pequeña para saber con claridad cuales son sus límites, cual es la línea divisoria entre su verdadera personalidad y la personalidad de otras naciones similares. Sus líderes visigodos, dignos herederos del Imperio Romano y que ya habían sentido en su ser la unidad territorial y espiritual de la Península, en comunión con el sentir del pueblo llano, supieron transmitir estos valores a sus directos herederos, los reyes medievales. Reyes que también supieron transmitir, en comunión con el sentir de los demás individuos, desde el primero de los nobles hasta el más pobre campesino, la idea de la unidad nacional. No en vano Castilla, que recogió la herencia astur-leonesa, supo con prontitud unir sus brazos a los del reino de Aragón, que también visionaba la enorme trascendencia de la empresa. Navarra, que también había sentido en su interior la misma idea de unidad, no tardaría en tomar parte del proyecto deseado, y felizmente realizado.

España se lo merecía, después de tantos siglos. Y hoy, se lo sigue mereciendo. Porque a pesar de este conjunto de por qués racionales y espirituales, hasta el mero pragmatismo, aun representando simples técnicas para favorecer el buen funcionamiento de la realidad política, nos da la razón en que España se merece seguir unida. ¡Qué desgracia para todos sería atender a las peticiones secesionistas, tanto para la esencia misma de España como para la región separada, inmersa en un nuevo universo de fuerte aislamiento! Si no, que se lo pregunten a Portugal. ¡Cuán grato habría sido para él seguir formando parte de la identidad que verdaderamente le representaba! Hasta las viejas colonias añoran a su forjadora. Por eso es la derecha, la que de verdad cree en el liberalismo económico, con cierta intervención estatal para mantener determinados servicios básicos, la fiel y verdadera garante de la unidad patria. Ella jamás ha dudado de lo que la nación, la tradición, la familia o la religión suponen en el corazón de todos los individuos. Espíritu frente a materialismo histórico marxista, preconizador de una visión exclusivamente económica de la historia, que ha renegado del poder del alma y sólo ha creado enemigos entre los seres humanos. Gracias a Dios que el internacionalismo materialista proclamado en los albores del comunismo ha ido desprendiéndose progresivamente de su versión relativista de la idea de identidad nacional. Pero parece que en España la izquierda sigue dudando de la unidad del país, y es que si no creemos en nosotros mismos, ¿entonces qué nos queda? Por eso derecha, no el PP, la derecha, que aúna valores eternos y cree en la libertad individual, política, económica y social, es el único salvavidas para que la verdad siga permaneciendo en el fondo de nuestra marchita sociedad actual.

Está claro, es indudable: España, hija verdadera de un devenir con proyección universal, unida en la más profunda espiritualidad. ¡Viva! Sin ningún pudor, ¡viva!

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